Monday, December 14, 2015

El poder de la oración

Llevo seis meses orando con personas en el hospital: dos días a la semana, más de un par de veces cada día. Cuando le ofrecía a la gente orar por ellos, y después les preguntaba por qué quería orar las respuestas eran siempre variadas: por la familia, por la salud, antes de una cirugía, para aliviar el dolor, por la vida, por la paz, por los que tienen hambre, por todos los enfermos del hospital, por un cambio de trabajo y más.

Al principio, las únicas oraciones que sabía eran las que recordaba de mi niñez: el padre nuestro, pero solo en español, el ave María y ya. Pero poco a poco aprendí a escuchar con atención y a incorporar en mis oraciones los miedos, los deseos, las esperanzas, las dificultades de los pacientes que visitaba. 

Después de ver la manera en que los pacientes respondían a la oración que hacía por ellos o con ellos, me es imposible negar su poder. Déjenme empezar por aclarar que yo no creo que la oración tenga el poder de cambiar lo que es, ni lo que va a ser. Para mí, el poder de la oración no reside en el que Dios pueda responder a la oración, ni tampoco lo veo como un ingrediente necesario en la fabricación de milagros. El milagro para mí reside en el poder transformador de la oración misma. La oración funciona porque nos permite relacionarnos con los demás de una manera profunda y significativa. A través de la oración, yo podía nombrar lo difícil de la situación de los pacientes, podía validar sus miedos y emociones, podía desearles aquello que deseaban desesperadamente, les podía dejar saber que habían sido escuchados, podía sostener su mano por unos momentos, hacer de ese momento algo sagrado porque por unos instantes compartíamos nuestro caminar sin importar nuestras diferencias, tenía la oportunidad de elevar nuestra interconexión y nuestra humanidad compartida.

También creo en el poder del tacto y en responder a nuestra necesidad humana de contacto. Poco a poco, empecé a pedirles permiso a mis pacientes de tomar su mano mientras oraba y nunca se negaron. A medida que oraba, ponía toda mi intención, todo mi corazón y enviaba toda mi energía a ese pequeño gesto humano de tomarse las manos. Me sentía bendecida por su confianza y me imaginaba a mí misma bendiciéndolos con todo mi ser.

Existe una fábula budista que dice que si ponemos una cucharada de sal en un vaso de agua, ésta se volvera inconsumible y desagradable pero si ponemos una cucharada de sal en un lago, ni siquiera notaremos su presencia. Al tener un contenedor mayor, el efecto de la sal se disminuye. Cuando acompañamos a alguien en su sufrimiento, es como si estuviéramos colocando la sal de su dolor en un contenedor mayor. Esa era mi misión al entrar a cada cuarto y la oración se convirtió en mi herramienta para crear mayores espacios para el dolor, para el sufrimiento inevitable que acompaña esta vida y para dar lugar también a la esperanza. 

Al abrir los ojos, a veces veía alguna lágrima corriendo por la mejilla de los pacientes, otros sonreían y casi siempre me apretaban con cariño la mano y me daban las gracias. De repente parecía que su dolor disminuía, como si la sal por un momento hubiera desaparecido. La oración tal vez no sea suficiente para curar un cancer o para evitar una amputación pero nos puede ayudar a recordarles a los demás que no están solos y que aún cuando todo parece perdido hay alguien dispuesto a caminar con ellos, a escucharlos, a compartir sus deseos y frustraciones y a elevarlos en una oración sincera.

Wednesday, October 28, 2015

Fin de semana de justicia en Tijuana

A principios de octubre de este año, tuve la fortuna de ser la capellana de un grupo que asistió a “Fin de semana de justicia en Tijuana“, un programa del Ministerio de Justicia Unitario Universalista de California en colaboración con la academia GaryMar
El propósito del programa es el de seguir el trayecto de aquellos que han sido afectados por el sistema deficiente de inmigración de Estados Unidos con el fin de ofrecer una mayor perspectiva y entendimiento de la crisis migratoria a todas las personas interesadas en conocer a más profundidad el problema. (A su vez, las organizaciones a las que se visita en Tijuana reciben una donación en nombre del grupo para apoyar el trabajo que realizan en la ciudad.)

En esa ocasión, tuvimos un grupo de 5 participantes; cuatro de ellos de distintas áreas del sur de California y una persona de Nueva Jersey. Todos estaban de una manera u otra ya involucrados en el trabajo pro-inmigrante en Estados Unidos.  Cruzamos la frontera un viernes por la tarde y después de una pequeña introducción sobre las prácticas de deportación nos dirigimos al centro GaryMar.
El sábado tuvimos la oportunidad de ver a un grupo de una organización llamada Corazón en acción. Era un grupo de personas de una iglesia que iba a construir una casa modesta en un día. Llegó un camión de jóvenes y ya tenían todo el material listo para empezar el trabajo. Pero lo más fascinante de esa experiencia no fue ver lo organizado que estaban ni lo rápido que trabajaban sino la cara iluminada de la futura dueña de la casa. Cualquier persona hubiera podido identificarla con solo ver su sonrisa. Ese día fuimos testigos de un acto de caridad que tocaba en lo más profundo la vida de una persona y de su familia.

También tuvimos oportunidad de ayudar a Sara, una activista pro-migrante,   y a su familia a dar de comer a un grupo de personas en situación de calle cerca de la central camionera de la ciudad y este fue probablemente uno de los momentos más difíciles de procesar para todo el grupo. Esta era la primera vez que incluso los organizadores visitaban a esta persona y la escena al llegar fue muy dramática. En cuanto todas esas personas que esperaban la comida vieron la camioneta de la señora Sara, se avalanzaron tras de ella sin prestar atención a los vehículos que venían detrás de ella. La desesperación y el querer asegurarse de tener comida les hizo olvidarse de todo a su alrededor. Su carrera tras de la camioneta era una expresión deseperada de tal vez un hambre mayor y un sufrimiento más profundo por haber sido relegados totalmente a los márgenes de la sociedad. Cuando servíamos la comida, ahí a la orilla de la carretera, sentí una necesidad de inmensa de poder llamarlos a todos por su nombre y de alguna manera afirmar su humanidad y dignidad pero tuve que limitarme a asegurarme que la línea siguiera moviéndose, que no se metieran algunos en la fila y que todos tuvieran algo qué comer.

El domingo visitamos “el bordo”, la valla que divide a los dos países y en donde cada domingo se reúnen varios grupos a buscar o proveer información migratoria y otros recursos o a formar parte del servicio religioso binacional y bilingüe que se lleva a cabo en ese punto de encuentro. Todos los que llegan aquí vienen con sus historias a flor de piel, listos para contarlas, compartirlas y hacer partícipes a los demás de un poco de sí. Hay todo tipo de historias; algunas dolorosas, otras llenas de esperanza y casi todas manteniendo viva la esperanza de la reunificación familiar. Cada domingo, la valla se convierte en un lugar sagrado donde las familias se reencuentran, donde pueden comunicarse y medio verse por un momento. En este espacio no hay necesidades que se satisfagan solo con la caridad, el trabajo que tiene que hacerse para cambiar las leyes migratorias es muy claro y muy complejo también.  (Es la valla un testigo silencioso del dolor humano de la separación causada por las leyes migratorias y los sistemas económicos injustos de nuestro mundo capitalista.)

El lunes, antes de volver a los Estados Unidos, tuvimos la oportunidad de ayudar a servir desayuno en el Desayunador Salesiano de Tijuana. Este lugar diariamente ofrece desayuno a más de 700 personas. Cada uno de nosotros teníamos un trabajo diferente. A mí me tocó hacer oración en las mesas antes de que cada grupo de personas se sentara a comer. Y eso hice.
A diferencia de la experiencia del sábado, y a pesar de que aquí tampoco sabía los nombres de las personas que llegaban a comer, sí tuve la oportunidad de ver a cada persona a los ojos, de saludarlos e incluso de charlar un poco con un par de familias que llegaron también a comer. El Desayunador está limpio y las mesas tienen manteles. Las personas por lo menos una vez al día tienen un lugar limpio y agradable para sentarse a comer. Me resultó imposible el no contrastar esta experiencia con la del sábado en donde la gente comía parada o acuclillada contra una pared al lado de la carretera.
Fue sin duda un fin de semana intenso que aún sigo tratando de procesar pero que ha generado ciertas reflexiones en mí sobre la intersección de la caridad y la justicia social.

El trabajo caritativo que observamos con el trabajo de Sara, la organización Corazón y los voluntarios del Desayunador Salesiano tienen la ventaja de ofrecer una especie de remuneración instantánea en forma de satisfacción. Se sabe y se ve de manera inmediata el resultado de la labor: el hambre saciada y el techo levantado. Pero el trabajo que se necesita para que la necesidad de la caridad desaparezca es mucho menos atractivo y mucho más árido.

Sin embargo, esta experiencia me dio la oportunidad de reflexionar sobre la necesidad que tenemos de reconocer el valor tanto del trabajo caritativo como del trabajo por la justicia social. Ambos son importantes y necesarios. Muchos Unitarios Universalistas tendemos a enfocarnos en la necesidad de luchar por cambiar los sistemas que continúan perpetrando la desigualdad en nuestras sociedades y dejamos a segundo plano el trabajo que busca satisfacer la necesidad inmediata del individuo porque sabemos que la solución del problema en sí, no se encuentra allí. Es importante trabajar en conjunto con aquellos que están dispuestos a caminar al frente y a aliviar la necesidad inmediata del individuo mientras continuamos haciendo el trabajo difícil de crear leyes y de desafiar sistemas que continúan creando sufrimiento a quienes se encuentran en los márgenes.

Mirar frente a frente el sufrimiento de la gente no es cosa fácil. Este fin de semana en Tijuana fue transformador para todos los que formamos parte de él. Este programa y la experiencia que aportan a los participantes son  importantes para crear conciencia e invitar a la acción. Son un recordatorio del trabajo que aún falta por hacer y una fábrica de memorias peligrosas que, espero, nos empujen a actuar, a seguir trabajando y levantando la voz por aquellos que han sido silenciados y casi erradicados de nuestras comunidades.

Sunday, October 18, 2015

La compasión en nuestra vida diaria

En 1973, el seminario teológico de Princeton llevó a cabo un estudio que ahora se le conoce como el estudio del buen samaritano. En el estudio participaron 40 seminaristas. Se les llamó a un edificio en el que tuvieron que llenar un cuestionario y después se les daban instrucciones de ir a otro edificio a dar una charla ya sea sobre el tema de la vocación o sobre la parábola del buen samaritano. Se les dijo que tenían que ir de prisa, en varios grados de urgencia. En el trayecto, había un actor agachado y gimiendo de aparente dolor y en necesidad de ayuda.
De todos los participantes, sólo el 40% de ellos intentó ayudar al hombre enfermo. El estudio concluyó que el tema de la charla, para quienes iban a presentar la parábola del buen samaritano, no influyó en su decisión de ayudar o no ayudar a la persona que se encontraron sino que las reacciones de los estudiantes dependían de que tanta prisa llevaran. Yo ya había escuchado citar este estudio pero al preparar esta reflexión me di cuenta de una pieza de información que no había escuchado antes. Muchos de los estudiantes que no se detuvieron a ayudar a esta persona parecían más alterados y ansiosos cuando llegaron al segundo edificio. Es decir, experimentaron un conflicto interno al tener que decidir entre ayudar a esa persona o cumplir con su obligación. En lo personal, me da esperanza saber que el que no hayan actuado para ayudar al hombre necesitado no fue por pura insensibilidad sino por un conflicto que no es tan distinto a los conflictos a los que a diario nos enfrentamos cuando nuestras múltiples actividades y responsabilidades nos limitan la visión de ocasiones en las que nuestra ayuda es necesaria.
Compasión significa literalmente “sufrir con”. Es más que empatía, es sentir como nuestro el dolor del otro y buscar maneras de aliviarlo. Estudios recientes en el área de lo que ahora se conoce como neurociencia social han encontrado alguna información importante. Por ejemplo, en un estudio en el que se utilizó resonancia magnética se pudo ver que cuando una persona empatiza con otra, las mismas áreas del cerebro se activan.  
Sin embargo, la doctora Tania Singer advierte que la empatía es negativa, ya que al sentir el dolor de los demás, uno también sufre y que esto podría resultar en desgaste y retirada. Por el contrario al sentir compasión, explica, más que sentir el dolor del otro sentimos preocupación y podemos desarrollar una mayor motivación para ayudarlo.
Una de las cosas que dejó claro el estudio de Princeton es que tener pensamientos buenos no es suficiente para actuar de manera compasiva hacia los demás. Pero la compasión, me parece, es también una cualidad que podemos y debemos cultivar y la doctora Singer también está de acuerdo con esto. La doctora Singer afirma que tenemos la capacidad de bloquear del todo sentimientos de empatía y compasión hacia los demás pero que de la misma manera tenemos la capacidad de abrirnos hacia los demás y de transformar un sentimiento inicial de empatía en compasión.
Si bien es cierto que es imposible saber con certeza lo que alguien que sufre siente y que generalmente recurrimos a nuestras propias experiencias de dolor para tratar de entender el de los demás. De hecho, cuando el dolor de los demás nos recuerda el sufrimiento personal o el de alguno de nuestros seres queridos nos resulta más sencillo empatizar y hasta actuar de manera compasiva con ellos. O cuando el sufrimiento del cual somos testigos representa aquel de nuestros miedos o que ocurre de manera masiva, también es más fácil que las personas respondan con compasión y con deseos de ayudar.
Hemos visto por ejemplo la cantidad increíble de apoyo que reciben los damnificados cuando ocurre un desastre natural o cuando nos volvemos testigos de los tremendos efectos de la guerra en personas inocentes. Pero si buscamos construir un mundo equitativo, justo y compasivo, debemos de convertir esas acciones compasivas en un ejercicio diario, incluso cuando no podamos comprender el sufrimiento del otro. Me pregunto si estamos dispuestos a aceptar simplemente que no podemos conocer con certeza cada tipo de sufrimiento al que nos encontramos y que a pesar de eso nos decidamos a actuar confiando que nuestras acciones por aliviar el dolor de los demás, por asegurarnos que todos los seres humanos sean tratados con equidad y justicia no pueden causar más daño que nuestra falta de acción por indiferencia o por cualquier excusa que nos hayamos formulado en la mente.
Nuestro segundo principio nos recuerda una vez más la visión que tenemos de la comunidad que queremos ser y del mundo que buscamos construir. No es una afirmación pasiva de una realidad actual, sino un compromiso de acción porque sabemos que las palabras resultan huecas si no van acompañadas de acciones.
La compasión es clave para construir un mundo más justo y equitativo. Cuando somos capaces de identificar el dolor de los demás y a hacer algo para aliviarlo, no queda lugar para la indiferencia ni para la omisión. Tampoco hay necesidad de esperar a que nos “nazca” ayudar, podemos hacer un compromiso consciente e intencional de ayudar por principio solamente y así poco a poco ir desarrollando el músculo de la compasión en nosotros.
Que estemos dispuestos a ser audaces, a actuar con valor y sobre todo que seamos capaces de reconocer la voz interior que nos ayuda a justificar nuestra falta de acción. Que seamos más compasivos, más justos y más equitativos en todo momento.

Fuentes:
Feeling Others’ Pain: Transforming Empathy into Compassion. https://www.cogneurosociety.org/empathy_pain/

Darley, J. M., and Batson, C.D., "From Jerusalem to Jericho": A study of Situational and Dispositional Variables in Helping Behavior". JPSP, 1973, 27, 100-108. http://faculty.babson.edu/krollag/org_site/soc_psych/darley_samarit.html

Sunday, August 23, 2015

Un ritual para despedir la niñez.

Este año mi hija mayor cumplió 12 años, está a punto de iniciar el 7mo grado en la escuela y el día de hoy fue su ceremonia de transición a la adolescencia en la iglesia.
En la tradición unitaria universalista, los jovencitos de entre 12 y 13 años de edad cursan un programa especial para marcar la transición de niños a adolescentes. Es decir, para marcar el momento en el que estos niños dejarán de asistir a las clases de escuela dominical y empezarán a pertenecer al grupo de jóvenes. COA (Coming of Age) por sus siglas en inglés- y ahora pienso que debería de pensar en un buen nombre en español- es ya un rito tradicional en nuestra denominación. Por unas semanas, los jovencitos participantes tienen un mentor que les ayuda a explorar su identidad como unitarios universalistas. El programa es enriquecido por experiencias en las que los participantes aprenden a trabajar en equipo, a conocerse, a expresar sus ideas y a escuchar las de los demás. El papel del mentor es importante porque representa una oportunidad para que los jovencitos empiecen a ampliar su círculo de interacción en la iglesia y a formar lazos importantes con otros adultos en la congregación.
Como parte de este programa, mi hija y las otras participantes (entre ellas un niño) realizaron una actividad de circuitos de cuerdas, exploraron una práctica espiritual, discutieron preguntas importantes sobre la vida y la muerte y tuvieron una pijamada. Mientras las niñas se reunían y discutían sus ideas, los padres nos reuniamos en otro salón y discutiamos lo que significaba tener hijos en esta etapa de la vida y explorábamos algunas de las mismas preguntas que nuestras niñas con el fin de que al ir de regreso a casa pudiéramos tener una conversación más rica con nuestras ellas.
Después de la pijamada, llegó el momento para que las jovencitas escribieran sus credos que iban a presentar a la congregación. Los padres, por nuestra parte, tuvimos que escribir bendiciones para nuestras hijas que también serían presentadas durante el servicio. El día del servicio, cada jovencita es presentada a la comunidad por su mentor, después cada una lee su credo personal, los padres ofrecen sus bendiciones y al final la congregación entera ofrece una bendición a las jovencitas. Cada niña recibe un dije de cáliz ardiente como recuerdo de este importante momento.
Esta tradición me parece importante. Yo había notado que mi hija se encontraba en una etapa particularmente difícil; ya no se identificaba como niña pero tampoco tenía la edad suficiente para hablar y hacer cosas de adultos. Sin embargo, este programa le dio la oportunidad no solo de conocer, de manera más profunda, a otras jovencitas de su edad sino también de encontrar un espacio en donde su voz, su opinión y su forma de ver el mundo podían ser expresados y recibidos con respeto. A mí me dio la oportunidad de entablar conversaciones importantes y profundas con mi hija que no me habría imaginado tener a esta edad con ella. Como parte de una tarea, hablamos sobre nuestras ideas de la Divinidad, sobre lo que creemos que pasa después de la muerte, sobre nuestros valores y por qué son importantes para nosotras. Y con cada charla yo sentía que nuestro vínculo de hija y madre se iba fortaleciendo.
Creo que somos afortunadas de pertenecer a una comunidad que reconoce y provee un espacio no solo para demarcar las distintas etapas de desarrollo del ser humano sino también para celebrarlas y explorarlas juntos.

Quiero concluir precisamente con un fragmento de la bendición que esta mañana dediqué a mi hija:

"Ericka
Que continúes tu camino con alegría y entusiasmo. Que siempre creas que dentro de ti se encuentra la fortaleza para vencer cualquier obstáculo. Que te regocijes en las múltiples melodías de la vida y que bailes al compás de cada una de ellas. Que tu coraje sea siempre más fuerte que tus miedos. Que encuentres amistad verdadera en todos lados. Que estés protegida de cualquier daño. Que sepas que estás rodeada y sostenida por un amor que va más allá de tu comprensión y que ese amor te recuerde siempre que nunca estás sola.
                                                          Así sea."




Saturday, June 13, 2015

Resistencia y fragilidad

El día que inicié mi curso de cuidado pastoral me enteré por la noche que una de mis exalumnas estaba hospitalizada. Me había dicho que su doctor había encontrado problemas con su corazón y le habían programado cirugía para apenas tres días después de que terminara el semestre. El último día que la vi, al final de su examen oral, la abracé después de que ella se despidió porque temía no sobrevivir la cirugía. Yo le pedí que me enviara un correo de texto para que me dejara saber cómo salió de su operación.

Al siguiente día, recibí un correo en donde me notificaba que había tomado ya el examen final escrito y que me deseaba unas buenas vacaciones. Yo, con las prisas de mis vacaciones y la emoción del viaje, olvidé lo de la cirugía y fue hasta el primer día de clases que lo recordé y decidí escribirle. Debo mencionar que me había llamado la atención el que no se hubiera comunicado conmigo para preguntarme su calificación final ya que era una de las estudiantes que le gustaba estar siempre al tanto de todo pero ni siquiera así se me ocurrió tratar de averigual cómo seguía, hasta ese día. Me emocioné al recibir una respuesta y me puse contenta porque eso significaba que había salido bien de la operación. Me equivoqué. Quien respondió fue su esposo y me dijo que desde el día en que ella me mandó ese último correo electrónico, mi exalumna había caído en coma después de un infarto y me pedía que por favor orara por ella. Me dijo que estaba en el área de cuidados intensivos y con visitas limitadas y hasta me preguntó si estaba dispuesta a asistir al funeral si ella no sobrevivía. No puede evitar imaginarla en una cama de hospital con todo tipo de equipo a su alrededor.

Últimamente he estado pensando en la contrastante y compleja realidad que el espacio del hospital representa. Por un lado, una estadía en el hospital pone en evidencia la tremenda fragilidad del cuerpo. Las enfermedades y complicaciones que pueden llegar a aquejarnos tienen el poder de reducir la energía de una persona a un nivel casi nulo. Yacen individuos en sus camas, completamente vulnerables, expuestos y dependientes del trabajo, las atenciones y la preparación de quienes están a cargo de su cuidado.

Los detalles se vuelven importantes en el hospital; una palabra de aliento, una sonrisa o el roce de una mano que por segundos altera la interminable rutina de espera para muchos de los pacientes. Una canción de la infancia toma sentido cuando se escucha y se reconoce como algo familiar. Las flores y las visitas son particularmente apreciadas; un recordatorio genuino de que no estamos solos.

Pero por otro lado los hospitales son también testigos de la resistencia del ser humano, de su lucha constante e incansable por sobrevivir. Casos extremos de gran daño físico y pocas posibilidades de sobrevivir que se recuperan y dejan el hospital victoriosos y agradecidos. Por supuesto en un constante contraste con los casos menos afortunados.

Resistencia y fragilidad. Ambas están presentes, a veces de manera simultánea, en las camas de los hospitales dejando al descubierto la complejidad del ser humano. Las dos residen en nosotros en una lucha constante por equilibrio de finitud y perseverancia con el fin de seguir siendo. En una danza continua y casi incomprensible, eso sí, muchas veces totalmente fuera de nuestro control.

Ninguna de estas dos características está limitada a una dimensión del ser humano. Es decir, no solo me refiero a la fragilidad y resistencia física de un individuo, a la increíble capacidad de su cuerpo de sanar y a la vulnerabilidad de sucumbir ante un sinnúmero de enfermedades y males sino también a la de espíritu. La fragilidad del ser humano que lucha contra una realidad desfavorable que altera su rutina y su percepción de la vida, que lo obliga a sentirse menos independiente, menos autónomo. La resistencia de las personas para seguir imaginando un futuro, para someterse a ciertos tratamientos con la esperanza de prolongar o mejorar sus vidas, la fortaleza que la mayoría de ellos encuentran en sus seres queridos y en el no saberse solos.

Pensé mucho en mi exalumna y la imaginé entubada, conectada a todo tipo de máquinas y bajo el cuidado constante de médicos y enfermeras. La imaginé también despertando y contándome ella su experiencia. Reconocía la fragilidad compartida de ser humano y pedía por su resistencia y la capacidad de su cuerpo de sanar con la ayuda necesaria del equipo médico.

Hace unos días me enteré que ha despertado del coma y que ya está planeando qué clases tomar el próximo semestre. Sabe que dada una nueva oportunidad, la única alternativa es seguir viviendo sin detenerse a cuestionar lo sucedido ni dejando que la experiencia la detenga.  Ella, al igual que muchos, caminó en esa fina línea entre la vida y la muerte y la unidad de cuidados intensivos fue testigo tanto de su fragilidad como de su resistencia.

¿Por qué sanan algunos y otros no? No lo sé, es parte de esta danza cósmica y de la condición humana. Los que sanan ahora algún día no lo harán. Habrá terminada su tiempo en esta tierra y mientras tanto otros seguirán pensando en estas cosas también.

Friday, June 5, 2015

Lecciones cotidianas de amor

Soy de esas personas que valoran y creen en la educación. Siempre he sido la estudiante que se emociona con levantarse temprano para ir a la escuela, a la que le gusta participar y le fascina saber que está aprendiendo. Sé cómo sacar buenas notas y cómo mantener a mis maestros contentos con mi desempeño. También disfruto mucho de aprender, de ser expuesta a nuevas ideas y de tener conversaciones profundas e interesantes con otras personas. Aún así, estoy consciente de que una mayor formación académica no forma necesariamente a una mejor persona. Sí, la educación académica nos provee con herramientas útiles e indispensables para superarnos en un mundo tan competitivo como el nuestro pero también me queda claro que un cúmulo de datos e información no son suficientes para transformar a una persona de manera profunda y significativa (claro en algunos casos el crecimiento académico se da de manera paralela al crecimiento personal/espiritual pero me parece que es más la excepción que la regla).

Mi paso por el seminario me ha traído distintas enseñanzas. No sólo aprendo datos, historia, teoría y técnicas que me ayudarán a formarme como ministra sino que he sido desafiada en numerosas ocasiones a realizar un viaje interior que me ha ayudado a descubrirme, a conocerme y a crecer espiritualmente pero que también me ha forzado a enfrentar las áreas dolorosas y no tan agradables de mi historia. Ha sido la experiencia académica más intensa que he vivido.

Sin embargo, debo admitir que muchas de las lecciones más transformadoras y profundas las he aprendido en interacciones cotidianas con la gente que me rodea. Parece casi por casualidad: aprendo un nuevo concepto en clase, lo discuto, lo absorbo y de repente, ¡zas! alguien cercano a mí, sin ningún conocimiento previo me lo muestra en acción.

Mi hija, por ejemplo, ayer me recordó la importancia de escuchar con atención. Tiene nueve años y va en 3ro de primaria. Cuando pasé por ella a la escuela, me contaba un problema que tenía con sus compañeras con un proyecto en el que estaban trabajando. Inmediatamente, yo empecé a hacer preguntas y a darle sugerencias a lo que ella me contestó "¡Arg! no debí decirte nada". Le pregunté por qué y me respondió que porque yo siempre trataba de arreglar las cosas.

Tenía razón. Es muy fácil intentar dar respuestas y soluciones a los demás cuando nos exponen un problema. De hecho, a menudo nos apresuramos para hacerlo y olvidamos que en la mayoría de los casos lo único que buscaba la otra persona era un oído atento y compasivo. Itzel, mi hija, tenía razón, de alguna manera u otra ella y sus amigas solucionarían el problema, sólo quería que la escuchara no que le diera soluciones.

Hace ya casi dos semanas mis hijas y yo estuvimos de vacaciones en México. En la ciudad de México tuve la fortuna de ser recibida por un buen amigo y en Hidalgo por mi familia política. En realidad, era la primera ocasión, por lo menos como mujer adulta, en que viajaba y era recibida en la casa o el espacio de otros. Las atenciones, la amabilidad y el cariño que recibimos me sorprendieron. Estaba acostumbrada a quedarme en hoteles y a arreglármelas sola pero ese no fue el caso allí. Ni mi amigo, ni mis familiares parecían perturbados por nuestra presencia. Es decir, en ningún momento nos hicieron sentir que estuviéramos interrumpiendo sus vidas. Su tiempo y sus atenciones fueron un hermoso regalo de servicio. Nos sentimos bienvenidas y apreciadas. Indudablemente sostenidas por amor durante nuestra visita. Pero esto simplemente habla de la inmensa capacidad de dar que nuestros anfitriones tienen, de la generosidad de sus corazones y de la manera en que son capaces de desapegarse de sus propias rutinas y estilos de vidas para crear un espacio para alguien más. Para mí, fue una tremenda lección de humildad; me vine sintiendo que les quedaba debiendo mucho.

Al regresar de México e iniciar mi programa de preparación para cuidado pastoral, me enfrenté a una mezcla de emociones que me costaba procesar. Me sentía frágil, rota, confundida y vulnerable. Y es justo en esos momentos en los que empiezo a dudar más de mí misma en los que encuentro los brazos extendidos y el amor incondicional de mi pareja. Y de nuevo me vuelvo a sentir sostenida por un amor que ni yo alcanzo a comprender y de una manera de la que no se habla en los libros. No, no es un amor romántico ni de telenovela. Es más concreto, es un amor que me desarma por ser tan claro y tan real. ¿De dónde merecí yo tanto amor? me pregunto y no encuentro respuestas. Me convenzo de que la gracia debe sentirse precisamente de esta manera.

Mi madre es y siempre ha sido una ferviente católica; una herencia de mi abuela, quien me enseñara a rezar el rosario a temprana edad. Mi madre es una mujer convencida de su fe y aunque la he visto luchar un poco contra la idea de que una de sus hijas haya dejado la iglesia y ahora se prepare para ser ministra, es la primera en acudir a mi casa cuando tengo que dejar a mis hijas para ir al seminario. Mis hermanas también se turnan para llevarlas a la escuela y para estar atentas de su bienestar durante mi ausencia. Podrán no estar de acuerdo conmigo ni con mis creencias pero hay un lazo mucho más fuerte entre nosotros que supera las diferencias ideológicas. No necesitamos estar de acuerdo para amarnos, eso me queda claro.

Estas experiencias cotidianas me recuerdan que las personas genuinas no necesitan de términos académicos que describan su experiencia ni sus actos, que la vida es mucho más sencilla y simple y que las experiencias profundas se escapan al lenguaje. Es decir, que ni el amor ni el agradecimiento profundo pueden ser contenidos en palabras por eso buscan sus propias formas de expresión. También me recuerdan la inmensa sabiduría que nos rodea y que está a nuestro alcance si tan solo prestamos un poco de atención. Me obligan a detenerme, en asombro, contemplando las múltiples formas en las que soy bendecida.

Día a día recibo lecciones de humildad, de entrega, de servicio y de desapego. Todos los días alguien me recuerda el camino que aún me falta por recorrer y las maneras en las que aún tengo que crecer. De mis interacciones con quienes amo, puedo resumir que tal vez la mayor lección es la de que estamos constantemente sostenidos por el amor, por un amor que se manifiesta a través de las acciones y la presencia de quienes nos rodean. Un amor siempre presente en los actos cotidianos y en los momentos más ordinarios de nuestras vidas. He aprendido que no tengo que poder definirlo, ni explicarlo, ni siquiera justificarlo, que mi labor tal vez sea el permitirme ser tocada y guiada por ese amor que me transforma, me sostiene y me invita cada día a redescubrir la belleza de estar viva.

Monday, June 1, 2015

Primer día de educación pastoral clínica

Me desperté una hora y media antes de que sonara mi alarma. Debe ser el coctel de emociones que llevo dentro. El tiempo ha pasado volando y ya he concluido mi primer año de seminario y el día de hoy dará inicio mi clase de educación pastoral clínica.

Una de las mayores enseñanzas de este año ha sido la de reconocer y aceptar mi vulnerabilidad. En más de una ocasión me he visto frente a mis compañeros expuesta totalmente, sin máscaras ni pretensiones y esto me ha ayudado a crecer. Estoy consciente de que esta clase será intensa pero también gratificante en muchos sentidos.

Por supuesto me preocupa no ser apta para esta tarea, no saber escuchar lo suficiente, no poder reconocer la información importante, no tener las palabras adecuadas y, sobre todo, no estar lo suficientemente presente. También me preocupa no ser lo suficientemente fuerte y llorar como Magdalena ante el sufrimiento de otros.

Por otro lado, me emociona el saber que estoy a punto de vivir experiencias que sin duda me van a transformar. Que me van a permitir explorar partes de mi, preconceptos y asunciones que tal vez en este mismo momento no puedo identificar.

De muchas maneras, siento que estaré totalmente expuesta, con el alma desnuda frente a la tormenta y eso me asusta un poco. Si bien es cierto que la vida en ocasiones nos forza a enfrentarla de esta manera y nos recuerda lo vulnerable que somos, pocos nos acercamos a esta experiencia de manera voluntaria. De hecho, de no haber sido porque es un requisito para mi programa de estudio tal vez yo tampoco lo habría hecho.

Sí, me asusta pensar que veré a gente morir y muchos sufrir, que no tendré la respuesta correcta cuando los familiares o los pacientes me pregunten "¿Por qué?", que en ocasiones yo misma preguntaré "¿Por qué?" y que la mayoría de las veces tendré que conformarme con no tener una respuesta ni siquiera un acercamiento lógico.

Sin embargo, me embarco en esta travesía con la esperanza de que mis manos y mi presencia se conviertan en una fuente de esperanza o sanación, que sean reconfortantes para quienes se crucen en mi camino y que ellos sean tan bendecidos como yo por el tiempo, no importa cuan mínimo, que pasemos juntos.

Sunday, May 10, 2015

En este día de las madres

Desde el día de ayer empezaron a aparecer en mi Facebook imágenes, publicaciones, historias y demás sobre el día de las madres; celebrando, honrando y conmemorando a las madres importantes en su vida. Pero yo quiero tomarme un minuto y honrar a todos aquellos para quienes este día les causa más pesar que alegría.

Esto es para tí, para que sepas que no estás sola/o.

Para ti que emites palabras al viento con la esperanza de que la alcancen, dondequiera que esté.

Para ti que te quedaste con los brazos vacíos después de perder un hijo.

Para ti que la palabra madre es sinónimo de ausencia y abuso.

Para ti que eres padre y madre, que lloras la ausencia física de tu compañera, de la madre de tus hijos.

Para ti que renunciaste a ser madre.

Honro tu silencio, tu dolor, tu enojo o indiferencia. También hay lugar aquí para tí y para lo que sientes.


Sunday, March 22, 2015

Soy un cuerpo entero

En una sociedad occidental, los individuos son representados a menudo como cuerpos fragmentados. Es decir, se nos dice que cada parte de nuestro cuerpo tiene una función específica que a menudo se describe como independiente de las demás: escuchamos con los oídos, vemos con los ojos, caminamos con las piernas y pies y hablamos con la boca. En general, tendemos a creer que lo anterior es correcto y no nos detenemos en pensar en las maneras en que percibimos con nuestros cuerpos más allá de aquellas partes que están asociadas con nuestros sentidos.

Hace poco, tomé una clase cuyo propósito era el de trabajar la voz. La clase tenía un título similar a "Dándoles vida a los textos" y yo me imaginaba que sería cuestión de practicar entonación, proyección, inflexiones y cuestiones similares relacionadas con el trabajo de voz. De hecho me llamaba mucho la atención porque de niña solía memorizar y recitar poesía en casa. Lo que me sorprendió fue la cantidad de movimiento y trabajo físico que llevamos a cabo.

El cuarto día de clase, desperté con los músculos abdominales adoloridos. El trabajo físico que habíamos estado haciendo con el fin de soltar nuestras voces se volvió evidente en ese momento. El dolor apareció el día después de que finalmente entendí cómo dejar salir mi voz desde mi estómago y cómo evitar cerrar o forzar mis músculos de la garganta. Hasta entonces, no lo había comprendido a pesar de ya haber observado a varios de mis compañeros hacerlo. Sin embargo, cuando se me pidió que presentara mi texto a la clase, pude notar los cambios físicos que ocurrían cuando mi voz surgía de mi abdomen, cuando mi garganta se abría y hasta noté las ocasiones en las que forzaba mi voz. Me volví consciente de las maneras en que mi cuerpo entero se unía a la tarea de hablar en público. Me sentí entera.

Ese día regresé a mi dormitorio pensando "No soy un cuerpo fragmentado, sino entero". El individuo fragmentado es una ventaja para una sociedad capitalista como la nuestra. En nuestra búsqueda de individualidad se nos dan opciones, miles de opciones y se nos invita a elegir entre ellas. Entonces buscamos artículos que sacien al individuo único que creemos ser, buscamos el producto que nos llame la atención y satisfaga nuestras necesidades únicas y por eso elegimos un champú para nuestro tipo específico de cabello, jabón para el cuerpo y cremas para los ojos, la cara, la piel, etcétera. Somos bombardeados con anuncios que prometen mejorar nuestro cuerpo en partes también: fajas para el abdomen, artículos deportivos para trabajar músculos específicos, cirugías reconstructivas de nariz, ojos y muchas otras más. A menudo escucho a personas aislar las partes de sus cuerpos que les gustan y que no les gustan, como si éstas no coincidieran con la totalidad del cuerpo al que pertenecen, como si hubieran salido defectuosas. Fragmentamos nuestros cuerpos, buscamos satisfacer de manera separada cada parte y rara vez pensamos en todas ellas como un todo.

Pero mi experiencia en clase fue distinta. Los juegos, los ejercicios, el movimiento y los sonidos que hicimos con el fin de aprender a soltar nuestras voces me hicieron darme cuenta que mi voz no depende únicamente de mis cuerdas vocales y de que mi cuerpo entero influye en mi manera de hablar. Desde la ropa que vestimos, la manera en que nos paramos, la forma en que inhalamos y exhalamos, la manera en que involucramos nuestros músculos abdominales, nuestros cuerpos enteros se involucran de tal manera para permitirnos o evitarnos hablar con efectividad.

Más allá del efecto que esta clase pudo tener para ayudarme a ser o no una mejor oradora, la lección más importante fue la que me permitió aceptar y volverme consciente de la importancia de mi cuerpo como conjunto, en su totalidad; reconocer que soy un cuerpo entero no fragmentado.

Thursday, February 5, 2015

El llamado de nuestra fe Unitaria Universalista

Me habían pedido que participara en el programa de visitas a detenidos en el centro de detención de

Otay y por mucho tiempo me había resistido no sólo porque tenía otras muchas actividades que hacer sino también porque no me agradaba mucho la idea de sacrificar mis fines de semana, días familiares, para ir por unas cuantas horas a realizar este tipo de ministerio. Sin embargo, me llamaba la atención que varios participantes expresaban que dicha experiencia había impactado de distintas maneras sus vidas. Por eso, decidí ir finalmente.

Llegamos al centro de detención y primero pasamos por una inspección de rutina antes de que nos dejaran entrar. Cabe mencionar que ya se nos habían hecho investigaciones de antecedentes antes de nuestra visita. Ese día me tocó visitar a dos personas: una mujer centroamericana y un hombre mexicano. Un mentor me acompañó durante la primera visita para mostrarme cómo debía interactuar durante la visita. Al inicio, debíamos de recordarle a la persona que visitábamos que nosotros íbamos sólo en calidad de oídos compasivos y que no eramos ni abogados, ni trabajadores sociales, ni nada por el estilo. Este paso es importante porque al ser nosotros, probablemente, el único contacto que ellos tienen con el interior, casi por instinto esperan y desean que los ayudemos a salir de ahí. Después de la primera visita, me quedé sola esperando a la segunda persona y el mentor que me había guiado se fue a visitar a alguien más. 
El centro de detención tiene pasillos largos y blancos, da la sensación de que puede uno perderse fácilmente. En el área de visitas, la única manera de comunicarse con la otra persona es a través de un teléfono en la pared con muy mal sonido y recepción y con un cordón demasiado corto como para permitir a cualquier persona permanecer parado mientras conversa.  
Mi segunda visita duró más de una hora, a pesar de que el tiempo máximo de visita permitida oficialmente es de una hora. Mis músculos de los brazos y piernas sentían el estrés y yo empezaba a sentir cierta desesperación por el cansancio de estar en una posición tan incómoda sin poder estirar mis piernas ni mis brazos. 
En su libro  A Faith without Certainty (Una fe sin certeza), Paul Rasor declara que nosotros los liberales "sinceramente queremos  que las cosas estén bien en el mundo, pero que también queremos que estén pulcras. Tanto el trabajo de justicia y comunidad a menudo son desordenado,y nuestra incomodidad con dicho desorden debilitan el poder profético de nuestras palabras y acciones" (“sincerely want things to be right in the world, but we also want them to be tidy. Both justice work and community are often messy, and our discomfort with messiness weakens the prophetic power of our words and actions”)
Nuestro sexto principio declara que aspiramos a una comunidad mundial con paz, libertad y justicia para todos. Así que, a pesar del hecho de que nos moleste el desorden o que preferiríamos hacer trabajo que no nos incomode tanto, nuestra fe liberal nos llama a trabajar por justicia y comunidad y sabemos que el sólo desearlo no hará que suceda. A menudo, queremos cambios radicales sin protestas ni agitación social, reforma de pensamiento sin discusiones acaloradas, terminar con la opresión de manera pacífica. Queremos cambio sin perder la cortesía. En otras palabras, tendemos a evitar ensuciarnos las manos o a ser puestos en posiciones incómodas. 
Pero la nuestra no es una fe para los débiles de corazón. La nuestra es una fe que, en su esencia, nos llama a hacer el trabajo necesario para crear la versión del mundo que visualizamos. Es una fe que nos llama a arremangarnos y a ensuciarnos las manos al realizar el trabajo de limpieza. 
La verdad es que, a menudo los resultados del trabajo que hacemos no se notan de manera inmediata y eso puede ser desalentador pero la falta de resultados inmediatos no significa necesariamente que haya una falta de impacto. Sólo porque no podemos verlo no quiere decir que no sea importante. De hecho, debemos mantener en mente que el camino hacia la justicia es un camino sin pavimentar y que si somos los primeros en caminar por ahí, de seguro nos vamos a encontrar con muchos árboles y ramas caídas para limpiar. La cantidad de trabajo será abrumadora a veces y cansada y lo más seguro es que ni siquiera podamos ser testigos de los frutos de nuestra labor. 
Lo cierto es que nuestra fe liberal, nuestra fe sin certeza nos pide que nos enfoquemos en el trabajo y no en los resultados. Rasor nos recuerda que "La religión liberal nos llama a la fortaleza sin rigidez, convicción sin ideología, apertura sin pereza. Nos pide que prestemos atención. Es una fe de ojos-bien-abiertos, una fe sin certeza" (“Liberal religion calls us to strength without rigidity, conviction without ideology, openness without laziness. It asks us to pay attention. It is an eyes-wide-open faith, a faith without certainty.”) Nuestra fe es una fe de acciones guiadas por el proceso y no por el resultado posible o deseado. Actuamos no porque estemos convencidos de que nuestros esfuerzos cambiarán al mundo sino porque frente a la injusticia no podemos quedarnos de brazos cruzados. Actuamos para sanar al mundo, un corazón y un momento a la vez aún cuando la probabilidad de cambio parece imposible. Y no hablo de creernos a nosotros mismos héroes ni de asumir una actitud paternalista hacia las situaciones de opresión e injusticia contra las que nos rebelamos, sino de acciones que nacen de la convicción de que todo ser humano tiene derecho a las mismas oportunidades de vida que le permitan vivir una vida plena. 
La sala de visitas en el centro de detención puede haber sido diseñada precisamente para evitar que las personas se sientan cómodas o para alentar visitas más cortas. No lo sé. Lo que sí sé es que el trabajo que estábamos haciendo era mayor que la incomodidad física que sentía. Al final del día yo regresé a la comodidad de mi casa pero las dos personas que visité no y la mía fue probablemente la única visita que recibieron ese mes. Este programa de visitas de mi iglesia continúa y a pesar de que no crea ningún cambio directo en nuestro inadecuado sistema migratorio, sí aligera, por un momento, la estadía de los detenidos que visitamos. 
Esta experiencia en el centro de detención me recordó que el llamado de nuestra fe no es una invitación a una reflexión pasiva sino a un compromiso activo; es un llamado a ensuciarnos las manos y a incomodarnos. Nosotros respondemos porque no podemos resistirnos a este llamado que nos saca de nuestra zona de confort y nos desafía a vivir nuestra fe. Respondemos no sólo porque la alternativa no nos satisface más, sino porque, sobre todo, esta fé de "ojos-bien-abiertos" es un lente claro que no esconde la injusticia y porque parece que frente a la injusticia, la única respuesta posible es la acción.