Friday, June 5, 2015

Lecciones cotidianas de amor

Soy de esas personas que valoran y creen en la educación. Siempre he sido la estudiante que se emociona con levantarse temprano para ir a la escuela, a la que le gusta participar y le fascina saber que está aprendiendo. Sé cómo sacar buenas notas y cómo mantener a mis maestros contentos con mi desempeño. También disfruto mucho de aprender, de ser expuesta a nuevas ideas y de tener conversaciones profundas e interesantes con otras personas. Aún así, estoy consciente de que una mayor formación académica no forma necesariamente a una mejor persona. Sí, la educación académica nos provee con herramientas útiles e indispensables para superarnos en un mundo tan competitivo como el nuestro pero también me queda claro que un cúmulo de datos e información no son suficientes para transformar a una persona de manera profunda y significativa (claro en algunos casos el crecimiento académico se da de manera paralela al crecimiento personal/espiritual pero me parece que es más la excepción que la regla).

Mi paso por el seminario me ha traído distintas enseñanzas. No sólo aprendo datos, historia, teoría y técnicas que me ayudarán a formarme como ministra sino que he sido desafiada en numerosas ocasiones a realizar un viaje interior que me ha ayudado a descubrirme, a conocerme y a crecer espiritualmente pero que también me ha forzado a enfrentar las áreas dolorosas y no tan agradables de mi historia. Ha sido la experiencia académica más intensa que he vivido.

Sin embargo, debo admitir que muchas de las lecciones más transformadoras y profundas las he aprendido en interacciones cotidianas con la gente que me rodea. Parece casi por casualidad: aprendo un nuevo concepto en clase, lo discuto, lo absorbo y de repente, ¡zas! alguien cercano a mí, sin ningún conocimiento previo me lo muestra en acción.

Mi hija, por ejemplo, ayer me recordó la importancia de escuchar con atención. Tiene nueve años y va en 3ro de primaria. Cuando pasé por ella a la escuela, me contaba un problema que tenía con sus compañeras con un proyecto en el que estaban trabajando. Inmediatamente, yo empecé a hacer preguntas y a darle sugerencias a lo que ella me contestó "¡Arg! no debí decirte nada". Le pregunté por qué y me respondió que porque yo siempre trataba de arreglar las cosas.

Tenía razón. Es muy fácil intentar dar respuestas y soluciones a los demás cuando nos exponen un problema. De hecho, a menudo nos apresuramos para hacerlo y olvidamos que en la mayoría de los casos lo único que buscaba la otra persona era un oído atento y compasivo. Itzel, mi hija, tenía razón, de alguna manera u otra ella y sus amigas solucionarían el problema, sólo quería que la escuchara no que le diera soluciones.

Hace ya casi dos semanas mis hijas y yo estuvimos de vacaciones en México. En la ciudad de México tuve la fortuna de ser recibida por un buen amigo y en Hidalgo por mi familia política. En realidad, era la primera ocasión, por lo menos como mujer adulta, en que viajaba y era recibida en la casa o el espacio de otros. Las atenciones, la amabilidad y el cariño que recibimos me sorprendieron. Estaba acostumbrada a quedarme en hoteles y a arreglármelas sola pero ese no fue el caso allí. Ni mi amigo, ni mis familiares parecían perturbados por nuestra presencia. Es decir, en ningún momento nos hicieron sentir que estuviéramos interrumpiendo sus vidas. Su tiempo y sus atenciones fueron un hermoso regalo de servicio. Nos sentimos bienvenidas y apreciadas. Indudablemente sostenidas por amor durante nuestra visita. Pero esto simplemente habla de la inmensa capacidad de dar que nuestros anfitriones tienen, de la generosidad de sus corazones y de la manera en que son capaces de desapegarse de sus propias rutinas y estilos de vidas para crear un espacio para alguien más. Para mí, fue una tremenda lección de humildad; me vine sintiendo que les quedaba debiendo mucho.

Al regresar de México e iniciar mi programa de preparación para cuidado pastoral, me enfrenté a una mezcla de emociones que me costaba procesar. Me sentía frágil, rota, confundida y vulnerable. Y es justo en esos momentos en los que empiezo a dudar más de mí misma en los que encuentro los brazos extendidos y el amor incondicional de mi pareja. Y de nuevo me vuelvo a sentir sostenida por un amor que ni yo alcanzo a comprender y de una manera de la que no se habla en los libros. No, no es un amor romántico ni de telenovela. Es más concreto, es un amor que me desarma por ser tan claro y tan real. ¿De dónde merecí yo tanto amor? me pregunto y no encuentro respuestas. Me convenzo de que la gracia debe sentirse precisamente de esta manera.

Mi madre es y siempre ha sido una ferviente católica; una herencia de mi abuela, quien me enseñara a rezar el rosario a temprana edad. Mi madre es una mujer convencida de su fe y aunque la he visto luchar un poco contra la idea de que una de sus hijas haya dejado la iglesia y ahora se prepare para ser ministra, es la primera en acudir a mi casa cuando tengo que dejar a mis hijas para ir al seminario. Mis hermanas también se turnan para llevarlas a la escuela y para estar atentas de su bienestar durante mi ausencia. Podrán no estar de acuerdo conmigo ni con mis creencias pero hay un lazo mucho más fuerte entre nosotros que supera las diferencias ideológicas. No necesitamos estar de acuerdo para amarnos, eso me queda claro.

Estas experiencias cotidianas me recuerdan que las personas genuinas no necesitan de términos académicos que describan su experiencia ni sus actos, que la vida es mucho más sencilla y simple y que las experiencias profundas se escapan al lenguaje. Es decir, que ni el amor ni el agradecimiento profundo pueden ser contenidos en palabras por eso buscan sus propias formas de expresión. También me recuerdan la inmensa sabiduría que nos rodea y que está a nuestro alcance si tan solo prestamos un poco de atención. Me obligan a detenerme, en asombro, contemplando las múltiples formas en las que soy bendecida.

Día a día recibo lecciones de humildad, de entrega, de servicio y de desapego. Todos los días alguien me recuerda el camino que aún me falta por recorrer y las maneras en las que aún tengo que crecer. De mis interacciones con quienes amo, puedo resumir que tal vez la mayor lección es la de que estamos constantemente sostenidos por el amor, por un amor que se manifiesta a través de las acciones y la presencia de quienes nos rodean. Un amor siempre presente en los actos cotidianos y en los momentos más ordinarios de nuestras vidas. He aprendido que no tengo que poder definirlo, ni explicarlo, ni siquiera justificarlo, que mi labor tal vez sea el permitirme ser tocada y guiada por ese amor que me transforma, me sostiene y me invita cada día a redescubrir la belleza de estar viva.

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