Me habían pedido que participara
en el programa de visitas a detenidos en el centro de detención de
Otay y por mucho tiempo me había
resistido no sólo porque tenía otras muchas actividades que hacer sino también
porque no me agradaba mucho la idea de sacrificar mis fines de semana, días
familiares, para ir por unas cuantas horas a realizar este tipo de ministerio.
Sin embargo, me llamaba la atención que varios participantes expresaban que
dicha experiencia había impactado de distintas maneras sus vidas. Por eso, decidí ir finalmente.
Llegamos al centro de detención
y primero pasamos por una inspección de rutina antes de que nos dejaran entrar.
Cabe mencionar que ya se nos habían hecho investigaciones de antecedentes antes
de nuestra visita. Ese día me tocó visitar a dos personas: una mujer
centroamericana y un hombre mexicano. Un mentor me acompañó durante la primera
visita para mostrarme cómo debía interactuar durante la visita. Al inicio,
debíamos de recordarle a la persona que visitábamos que nosotros íbamos sólo en
calidad de oídos compasivos y que no eramos ni abogados, ni trabajadores
sociales, ni nada por el estilo. Este paso es importante porque al ser nosotros, probablemente, el único contacto que ellos tienen con el interior, casi por instinto esperan y desean que los ayudemos a salir de ahí. Después de la primera visita, me quedé sola
esperando a la segunda persona y el mentor que me había guiado se fue a
visitar a alguien más.
El centro de detención tiene
pasillos largos y blancos, da la sensación de que puede uno perderse
fácilmente. En el área de visitas, la única manera de comunicarse con la otra
persona es a través de un teléfono en la pared con muy mal sonido y recepción y
con un cordón demasiado corto como para permitir a cualquier persona permanecer
parado mientras conversa.
Mi segunda visita duró más de una
hora, a pesar de que el tiempo máximo de visita permitida oficialmente es de
una hora. Mis músculos de los brazos y piernas sentían el estrés y yo empezaba
a sentir cierta desesperación por el cansancio de estar en una posición tan
incómoda sin poder estirar mis piernas ni mis brazos.
En su libro A Faith
without Certainty (Una fe sin certeza), Paul Rasor declara que nosotros los
liberales "sinceramente queremos que las cosas estén bien en el
mundo, pero que también queremos que estén pulcras. Tanto el trabajo de
justicia y comunidad a menudo son desordenado,y nuestra incomodidad con dicho
desorden debilitan el poder profético de nuestras palabras y acciones" (“sincerely want things to be right in the
world, but we also want them to be tidy. Both justice work and community are often
messy, and our discomfort with messiness weakens the prophetic power of our
words and actions”)
Nuestro sexto principio declara
que aspiramos a una comunidad mundial con paz, libertad y justicia para todos.
Así que, a pesar del hecho de que nos moleste el desorden o que preferiríamos
hacer trabajo que no nos incomode tanto, nuestra fe liberal nos llama a
trabajar por justicia y comunidad y sabemos que el sólo desearlo no hará que
suceda. A menudo, queremos cambios radicales sin protestas ni agitación social,
reforma de pensamiento sin discusiones acaloradas, terminar con la opresión de
manera pacífica. Queremos cambio sin perder la cortesía. En otras palabras,
tendemos a evitar ensuciarnos las manos o a ser puestos en posiciones
incómodas.
Pero la nuestra no es una fe para
los débiles de corazón. La nuestra es una fe que, en su esencia, nos llama a
hacer el trabajo necesario para crear la versión del mundo que visualizamos. Es
una fe que nos llama a arremangarnos y a ensuciarnos las manos al realizar el trabajo de limpieza.
La verdad es que, a menudo los
resultados del trabajo que hacemos no se notan de manera inmediata y eso puede
ser desalentador pero la falta de resultados inmediatos no significa
necesariamente que haya una falta de impacto. Sólo porque no podemos verlo no
quiere decir que no sea importante. De hecho, debemos mantener en mente que el
camino hacia la justicia es un camino sin pavimentar y que si somos los
primeros en caminar por ahí, de seguro nos vamos a encontrar con muchos árboles
y ramas caídas para limpiar. La cantidad de trabajo será abrumadora a veces y cansada y lo más seguro es que ni siquiera podamos ser testigos de los frutos de nuestra labor.
Lo cierto es que nuestra fe
liberal, nuestra fe sin certeza nos pide que nos enfoquemos en el trabajo y no
en los resultados. Rasor nos recuerda que "La religión liberal nos llama a
la fortaleza sin rigidez, convicción sin ideología, apertura sin pereza. Nos
pide que prestemos atención. Es una fe de ojos-bien-abiertos, una fe sin
certeza" (“Liberal religion calls us
to strength without rigidity, conviction without ideology, openness without
laziness. It asks us to pay attention. It is an eyes-wide-open faith,
a faith without certainty.”) Nuestra fe es una fe de acciones guiadas por el proceso y no por el resultado posible o deseado.
Actuamos no porque estemos convencidos de que nuestros esfuerzos cambiarán al
mundo sino porque frente a la injusticia no podemos quedarnos de brazos
cruzados. Actuamos para sanar al mundo, un corazón y un momento a la vez aún
cuando la probabilidad de cambio parece imposible. Y no hablo de creernos a nosotros mismos héroes ni de asumir una actitud paternalista hacia las situaciones de opresión e injusticia contra las que nos rebelamos, sino de acciones que nacen de la convicción de que todo ser humano tiene derecho a las mismas oportunidades de vida que le permitan vivir una vida plena.
La sala de visitas en el centro
de detención puede haber sido diseñada precisamente para evitar que las
personas se sientan cómodas o para alentar visitas más cortas. No lo sé. Lo que
sí sé es que el trabajo que estábamos haciendo era mayor que la incomodidad
física que sentía. Al final del día yo regresé a la comodidad de mi casa pero
las dos personas que visité no y la mía fue probablemente la única visita que
recibieron ese mes. Este programa de visitas de mi
iglesia continúa y a pesar de que no crea ningún cambio directo en nuestro inadecuado sistema migratorio, sí aligera, por un momento, la estadía de los detenidos que
visitamos.
Esta experiencia en el centro de detención me recordó que el llamado de nuestra fe no es
una invitación a una reflexión pasiva sino a un compromiso activo; es un llamado a
ensuciarnos las manos y a incomodarnos. Nosotros
respondemos porque no podemos resistirnos a este llamado que nos saca de
nuestra zona de confort y nos desafía a vivir nuestra fe. Respondemos no sólo
porque la alternativa no nos satisface más, sino porque, sobre todo, esta fé de
"ojos-bien-abiertos" es un lente claro que no esconde la injusticia y
porque parece que frente a la injusticia, la única respuesta posible es la
acción.