Monday, December 14, 2015

El poder de la oración

Llevo seis meses orando con personas en el hospital: dos días a la semana, más de un par de veces cada día. Cuando le ofrecía a la gente orar por ellos, y después les preguntaba por qué quería orar las respuestas eran siempre variadas: por la familia, por la salud, antes de una cirugía, para aliviar el dolor, por la vida, por la paz, por los que tienen hambre, por todos los enfermos del hospital, por un cambio de trabajo y más.

Al principio, las únicas oraciones que sabía eran las que recordaba de mi niñez: el padre nuestro, pero solo en español, el ave María y ya. Pero poco a poco aprendí a escuchar con atención y a incorporar en mis oraciones los miedos, los deseos, las esperanzas, las dificultades de los pacientes que visitaba. 

Después de ver la manera en que los pacientes respondían a la oración que hacía por ellos o con ellos, me es imposible negar su poder. Déjenme empezar por aclarar que yo no creo que la oración tenga el poder de cambiar lo que es, ni lo que va a ser. Para mí, el poder de la oración no reside en el que Dios pueda responder a la oración, ni tampoco lo veo como un ingrediente necesario en la fabricación de milagros. El milagro para mí reside en el poder transformador de la oración misma. La oración funciona porque nos permite relacionarnos con los demás de una manera profunda y significativa. A través de la oración, yo podía nombrar lo difícil de la situación de los pacientes, podía validar sus miedos y emociones, podía desearles aquello que deseaban desesperadamente, les podía dejar saber que habían sido escuchados, podía sostener su mano por unos momentos, hacer de ese momento algo sagrado porque por unos instantes compartíamos nuestro caminar sin importar nuestras diferencias, tenía la oportunidad de elevar nuestra interconexión y nuestra humanidad compartida.

También creo en el poder del tacto y en responder a nuestra necesidad humana de contacto. Poco a poco, empecé a pedirles permiso a mis pacientes de tomar su mano mientras oraba y nunca se negaron. A medida que oraba, ponía toda mi intención, todo mi corazón y enviaba toda mi energía a ese pequeño gesto humano de tomarse las manos. Me sentía bendecida por su confianza y me imaginaba a mí misma bendiciéndolos con todo mi ser.

Existe una fábula budista que dice que si ponemos una cucharada de sal en un vaso de agua, ésta se volvera inconsumible y desagradable pero si ponemos una cucharada de sal en un lago, ni siquiera notaremos su presencia. Al tener un contenedor mayor, el efecto de la sal se disminuye. Cuando acompañamos a alguien en su sufrimiento, es como si estuviéramos colocando la sal de su dolor en un contenedor mayor. Esa era mi misión al entrar a cada cuarto y la oración se convirtió en mi herramienta para crear mayores espacios para el dolor, para el sufrimiento inevitable que acompaña esta vida y para dar lugar también a la esperanza. 

Al abrir los ojos, a veces veía alguna lágrima corriendo por la mejilla de los pacientes, otros sonreían y casi siempre me apretaban con cariño la mano y me daban las gracias. De repente parecía que su dolor disminuía, como si la sal por un momento hubiera desaparecido. La oración tal vez no sea suficiente para curar un cancer o para evitar una amputación pero nos puede ayudar a recordarles a los demás que no están solos y que aún cuando todo parece perdido hay alguien dispuesto a caminar con ellos, a escucharlos, a compartir sus deseos y frustraciones y a elevarlos en una oración sincera.