Saturday, June 13, 2015

Resistencia y fragilidad

El día que inicié mi curso de cuidado pastoral me enteré por la noche que una de mis exalumnas estaba hospitalizada. Me había dicho que su doctor había encontrado problemas con su corazón y le habían programado cirugía para apenas tres días después de que terminara el semestre. El último día que la vi, al final de su examen oral, la abracé después de que ella se despidió porque temía no sobrevivir la cirugía. Yo le pedí que me enviara un correo de texto para que me dejara saber cómo salió de su operación.

Al siguiente día, recibí un correo en donde me notificaba que había tomado ya el examen final escrito y que me deseaba unas buenas vacaciones. Yo, con las prisas de mis vacaciones y la emoción del viaje, olvidé lo de la cirugía y fue hasta el primer día de clases que lo recordé y decidí escribirle. Debo mencionar que me había llamado la atención el que no se hubiera comunicado conmigo para preguntarme su calificación final ya que era una de las estudiantes que le gustaba estar siempre al tanto de todo pero ni siquiera así se me ocurrió tratar de averigual cómo seguía, hasta ese día. Me emocioné al recibir una respuesta y me puse contenta porque eso significaba que había salido bien de la operación. Me equivoqué. Quien respondió fue su esposo y me dijo que desde el día en que ella me mandó ese último correo electrónico, mi exalumna había caído en coma después de un infarto y me pedía que por favor orara por ella. Me dijo que estaba en el área de cuidados intensivos y con visitas limitadas y hasta me preguntó si estaba dispuesta a asistir al funeral si ella no sobrevivía. No puede evitar imaginarla en una cama de hospital con todo tipo de equipo a su alrededor.

Últimamente he estado pensando en la contrastante y compleja realidad que el espacio del hospital representa. Por un lado, una estadía en el hospital pone en evidencia la tremenda fragilidad del cuerpo. Las enfermedades y complicaciones que pueden llegar a aquejarnos tienen el poder de reducir la energía de una persona a un nivel casi nulo. Yacen individuos en sus camas, completamente vulnerables, expuestos y dependientes del trabajo, las atenciones y la preparación de quienes están a cargo de su cuidado.

Los detalles se vuelven importantes en el hospital; una palabra de aliento, una sonrisa o el roce de una mano que por segundos altera la interminable rutina de espera para muchos de los pacientes. Una canción de la infancia toma sentido cuando se escucha y se reconoce como algo familiar. Las flores y las visitas son particularmente apreciadas; un recordatorio genuino de que no estamos solos.

Pero por otro lado los hospitales son también testigos de la resistencia del ser humano, de su lucha constante e incansable por sobrevivir. Casos extremos de gran daño físico y pocas posibilidades de sobrevivir que se recuperan y dejan el hospital victoriosos y agradecidos. Por supuesto en un constante contraste con los casos menos afortunados.

Resistencia y fragilidad. Ambas están presentes, a veces de manera simultánea, en las camas de los hospitales dejando al descubierto la complejidad del ser humano. Las dos residen en nosotros en una lucha constante por equilibrio de finitud y perseverancia con el fin de seguir siendo. En una danza continua y casi incomprensible, eso sí, muchas veces totalmente fuera de nuestro control.

Ninguna de estas dos características está limitada a una dimensión del ser humano. Es decir, no solo me refiero a la fragilidad y resistencia física de un individuo, a la increíble capacidad de su cuerpo de sanar y a la vulnerabilidad de sucumbir ante un sinnúmero de enfermedades y males sino también a la de espíritu. La fragilidad del ser humano que lucha contra una realidad desfavorable que altera su rutina y su percepción de la vida, que lo obliga a sentirse menos independiente, menos autónomo. La resistencia de las personas para seguir imaginando un futuro, para someterse a ciertos tratamientos con la esperanza de prolongar o mejorar sus vidas, la fortaleza que la mayoría de ellos encuentran en sus seres queridos y en el no saberse solos.

Pensé mucho en mi exalumna y la imaginé entubada, conectada a todo tipo de máquinas y bajo el cuidado constante de médicos y enfermeras. La imaginé también despertando y contándome ella su experiencia. Reconocía la fragilidad compartida de ser humano y pedía por su resistencia y la capacidad de su cuerpo de sanar con la ayuda necesaria del equipo médico.

Hace unos días me enteré que ha despertado del coma y que ya está planeando qué clases tomar el próximo semestre. Sabe que dada una nueva oportunidad, la única alternativa es seguir viviendo sin detenerse a cuestionar lo sucedido ni dejando que la experiencia la detenga.  Ella, al igual que muchos, caminó en esa fina línea entre la vida y la muerte y la unidad de cuidados intensivos fue testigo tanto de su fragilidad como de su resistencia.

¿Por qué sanan algunos y otros no? No lo sé, es parte de esta danza cósmica y de la condición humana. Los que sanan ahora algún día no lo harán. Habrá terminada su tiempo en esta tierra y mientras tanto otros seguirán pensando en estas cosas también.

Friday, June 5, 2015

Lecciones cotidianas de amor

Soy de esas personas que valoran y creen en la educación. Siempre he sido la estudiante que se emociona con levantarse temprano para ir a la escuela, a la que le gusta participar y le fascina saber que está aprendiendo. Sé cómo sacar buenas notas y cómo mantener a mis maestros contentos con mi desempeño. También disfruto mucho de aprender, de ser expuesta a nuevas ideas y de tener conversaciones profundas e interesantes con otras personas. Aún así, estoy consciente de que una mayor formación académica no forma necesariamente a una mejor persona. Sí, la educación académica nos provee con herramientas útiles e indispensables para superarnos en un mundo tan competitivo como el nuestro pero también me queda claro que un cúmulo de datos e información no son suficientes para transformar a una persona de manera profunda y significativa (claro en algunos casos el crecimiento académico se da de manera paralela al crecimiento personal/espiritual pero me parece que es más la excepción que la regla).

Mi paso por el seminario me ha traído distintas enseñanzas. No sólo aprendo datos, historia, teoría y técnicas que me ayudarán a formarme como ministra sino que he sido desafiada en numerosas ocasiones a realizar un viaje interior que me ha ayudado a descubrirme, a conocerme y a crecer espiritualmente pero que también me ha forzado a enfrentar las áreas dolorosas y no tan agradables de mi historia. Ha sido la experiencia académica más intensa que he vivido.

Sin embargo, debo admitir que muchas de las lecciones más transformadoras y profundas las he aprendido en interacciones cotidianas con la gente que me rodea. Parece casi por casualidad: aprendo un nuevo concepto en clase, lo discuto, lo absorbo y de repente, ¡zas! alguien cercano a mí, sin ningún conocimiento previo me lo muestra en acción.

Mi hija, por ejemplo, ayer me recordó la importancia de escuchar con atención. Tiene nueve años y va en 3ro de primaria. Cuando pasé por ella a la escuela, me contaba un problema que tenía con sus compañeras con un proyecto en el que estaban trabajando. Inmediatamente, yo empecé a hacer preguntas y a darle sugerencias a lo que ella me contestó "¡Arg! no debí decirte nada". Le pregunté por qué y me respondió que porque yo siempre trataba de arreglar las cosas.

Tenía razón. Es muy fácil intentar dar respuestas y soluciones a los demás cuando nos exponen un problema. De hecho, a menudo nos apresuramos para hacerlo y olvidamos que en la mayoría de los casos lo único que buscaba la otra persona era un oído atento y compasivo. Itzel, mi hija, tenía razón, de alguna manera u otra ella y sus amigas solucionarían el problema, sólo quería que la escuchara no que le diera soluciones.

Hace ya casi dos semanas mis hijas y yo estuvimos de vacaciones en México. En la ciudad de México tuve la fortuna de ser recibida por un buen amigo y en Hidalgo por mi familia política. En realidad, era la primera ocasión, por lo menos como mujer adulta, en que viajaba y era recibida en la casa o el espacio de otros. Las atenciones, la amabilidad y el cariño que recibimos me sorprendieron. Estaba acostumbrada a quedarme en hoteles y a arreglármelas sola pero ese no fue el caso allí. Ni mi amigo, ni mis familiares parecían perturbados por nuestra presencia. Es decir, en ningún momento nos hicieron sentir que estuviéramos interrumpiendo sus vidas. Su tiempo y sus atenciones fueron un hermoso regalo de servicio. Nos sentimos bienvenidas y apreciadas. Indudablemente sostenidas por amor durante nuestra visita. Pero esto simplemente habla de la inmensa capacidad de dar que nuestros anfitriones tienen, de la generosidad de sus corazones y de la manera en que son capaces de desapegarse de sus propias rutinas y estilos de vidas para crear un espacio para alguien más. Para mí, fue una tremenda lección de humildad; me vine sintiendo que les quedaba debiendo mucho.

Al regresar de México e iniciar mi programa de preparación para cuidado pastoral, me enfrenté a una mezcla de emociones que me costaba procesar. Me sentía frágil, rota, confundida y vulnerable. Y es justo en esos momentos en los que empiezo a dudar más de mí misma en los que encuentro los brazos extendidos y el amor incondicional de mi pareja. Y de nuevo me vuelvo a sentir sostenida por un amor que ni yo alcanzo a comprender y de una manera de la que no se habla en los libros. No, no es un amor romántico ni de telenovela. Es más concreto, es un amor que me desarma por ser tan claro y tan real. ¿De dónde merecí yo tanto amor? me pregunto y no encuentro respuestas. Me convenzo de que la gracia debe sentirse precisamente de esta manera.

Mi madre es y siempre ha sido una ferviente católica; una herencia de mi abuela, quien me enseñara a rezar el rosario a temprana edad. Mi madre es una mujer convencida de su fe y aunque la he visto luchar un poco contra la idea de que una de sus hijas haya dejado la iglesia y ahora se prepare para ser ministra, es la primera en acudir a mi casa cuando tengo que dejar a mis hijas para ir al seminario. Mis hermanas también se turnan para llevarlas a la escuela y para estar atentas de su bienestar durante mi ausencia. Podrán no estar de acuerdo conmigo ni con mis creencias pero hay un lazo mucho más fuerte entre nosotros que supera las diferencias ideológicas. No necesitamos estar de acuerdo para amarnos, eso me queda claro.

Estas experiencias cotidianas me recuerdan que las personas genuinas no necesitan de términos académicos que describan su experiencia ni sus actos, que la vida es mucho más sencilla y simple y que las experiencias profundas se escapan al lenguaje. Es decir, que ni el amor ni el agradecimiento profundo pueden ser contenidos en palabras por eso buscan sus propias formas de expresión. También me recuerdan la inmensa sabiduría que nos rodea y que está a nuestro alcance si tan solo prestamos un poco de atención. Me obligan a detenerme, en asombro, contemplando las múltiples formas en las que soy bendecida.

Día a día recibo lecciones de humildad, de entrega, de servicio y de desapego. Todos los días alguien me recuerda el camino que aún me falta por recorrer y las maneras en las que aún tengo que crecer. De mis interacciones con quienes amo, puedo resumir que tal vez la mayor lección es la de que estamos constantemente sostenidos por el amor, por un amor que se manifiesta a través de las acciones y la presencia de quienes nos rodean. Un amor siempre presente en los actos cotidianos y en los momentos más ordinarios de nuestras vidas. He aprendido que no tengo que poder definirlo, ni explicarlo, ni siquiera justificarlo, que mi labor tal vez sea el permitirme ser tocada y guiada por ese amor que me transforma, me sostiene y me invita cada día a redescubrir la belleza de estar viva.

Monday, June 1, 2015

Primer día de educación pastoral clínica

Me desperté una hora y media antes de que sonara mi alarma. Debe ser el coctel de emociones que llevo dentro. El tiempo ha pasado volando y ya he concluido mi primer año de seminario y el día de hoy dará inicio mi clase de educación pastoral clínica.

Una de las mayores enseñanzas de este año ha sido la de reconocer y aceptar mi vulnerabilidad. En más de una ocasión me he visto frente a mis compañeros expuesta totalmente, sin máscaras ni pretensiones y esto me ha ayudado a crecer. Estoy consciente de que esta clase será intensa pero también gratificante en muchos sentidos.

Por supuesto me preocupa no ser apta para esta tarea, no saber escuchar lo suficiente, no poder reconocer la información importante, no tener las palabras adecuadas y, sobre todo, no estar lo suficientemente presente. También me preocupa no ser lo suficientemente fuerte y llorar como Magdalena ante el sufrimiento de otros.

Por otro lado, me emociona el saber que estoy a punto de vivir experiencias que sin duda me van a transformar. Que me van a permitir explorar partes de mi, preconceptos y asunciones que tal vez en este mismo momento no puedo identificar.

De muchas maneras, siento que estaré totalmente expuesta, con el alma desnuda frente a la tormenta y eso me asusta un poco. Si bien es cierto que la vida en ocasiones nos forza a enfrentarla de esta manera y nos recuerda lo vulnerable que somos, pocos nos acercamos a esta experiencia de manera voluntaria. De hecho, de no haber sido porque es un requisito para mi programa de estudio tal vez yo tampoco lo habría hecho.

Sí, me asusta pensar que veré a gente morir y muchos sufrir, que no tendré la respuesta correcta cuando los familiares o los pacientes me pregunten "¿Por qué?", que en ocasiones yo misma preguntaré "¿Por qué?" y que la mayoría de las veces tendré que conformarme con no tener una respuesta ni siquiera un acercamiento lógico.

Sin embargo, me embarco en esta travesía con la esperanza de que mis manos y mi presencia se conviertan en una fuente de esperanza o sanación, que sean reconfortantes para quienes se crucen en mi camino y que ellos sean tan bendecidos como yo por el tiempo, no importa cuan mínimo, que pasemos juntos.